Quien haya estado en Montevideo (o Monte VI dEO.. Monte Sexto, de Este a Oeste, como recalcase algún amigo) seguramente se encontro con algo que lo dejó marcado para siempre. Acá nomás (aproximadamente unos 600 km, más cerca de lo que queda Mar del Plata, para cualquier coterráneo de quien escribe), cruzando la frontera que nos separa de Uruguay, y siguiendo un poquito, uno se puede encontrar con otra gente, gente que llevá un no se que adentro (no me refiero a ese adentro) que los hace volverse felices por, al menos, 40 días. Cómo explicarlo? Los tablados se arman en las calles, las bañaderas recorren la ciudad todas las noches, cargadas con murguistas de voces espectaculares y caras pintarrajeadas, con gente que tiene el don de olvidarse del pesar diario para convertirse de noche en fiesta. Y una fiesta totalmente diferente. De lucesitas amarillas, de muñecos colgados, de candombe y murga. Pero pasa el carnaval, y la gente vuelve a la vida normal y te encontrás con gente parecida a la que encontrás acá, con la diferencia de que ellos no olvidan el carnaval, de que el mismo espíritu de febrero sigue latente en cada uno, expectante. Gente que te devuelve las ganas de todo, con tan solo un mate.
"Uruguayos, uruguayos, donde fueron a parar..."
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